Triste y Tropical #43

Camila Caamaño
18 min readAug 26, 2024

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Dolor, el ritmo del cuerpo y otro Ugi’s en el barrio

“La pobreza del tecleo, los símbolos y abreviaturas de los chats hacen que el lenguaje de internet se parezca a un proceso de descomposición”.

Garth Greenwell — Lo que te pertenece

La forma de interactuar en varias redes sociales condensa mi postura más aseñorada. Jamás adelanté un audio de WhatsApp, la muletilla del “(?)” me parece de cobarde, no uso prácticamente stickers ni memes, empecé a subir historias años después de que aparezcan y el uso de emojis lo tengo más para aplicar en relaciones laborales, diálogos prácticos o intentado expresar cierta pasivo agresividad, sabiendo lo absurdo que es dar por sentada una única interpretación en el fango de un conversación virtual. Todas herramientas que aderezan una habitación de tránsito, tramposa como planta en celda de cárcel.

Dárgelos en el video de “Ingrediente”

En la calle donde vivo abrieron un Ugi’s. Me llamó muchísimo la atención al principio. Me parecía tan poco probable como la rentabilidad del negocio de reparación de calefones y estufas que había antes. Es un barrio gentifricadísimo, aunque estas manzanas por donde estoy todavía defienden su fortaleza local, como el bodegón de Scalabrini, el taller de marcos o la tienda de accesorios para el murguero. La aceleración del tránsito comercial es terrorífica. En lo que antes un negocio podía llegar a especular sobre su futuro, ahora, en esa misma locación, abrieron y cerraron dos entusiastas. El proyecto del proyecto. En este momento inauguraron tres verdulerías, una veterinaria, el growshop no pasó más que para la ranchada de los dueños y ahora anuncian la inauguración de una carnicería, el primer café de especialidad de esta parte se mantiene con cambios de horario y ahora mete un DJ set los sábados. El salón de uñas se mudó a la vuelta y ahora lo único que progresa es el descolorido del sol sobre la fotocopia que anuncia próxima apertura. Los venezolanos de los rolls de canela siguen perfumando el aire hasta el segundo piso del edificio. Ugi’s tiene la empanada a $590, la más barata que vi de estas tiendas salvadoras era de $700. Iba a comparar con el precio de los boletos de colectivo pero hace bastante se han muerto los parámetros. Los fisuras que empiezan a servirse de la nobleza de esta cadena son de otra categoría respecto a los que pobablan la parrilla de antes (esa que fue reemplazada por el local de los rolls). Los borrachos de esa época bajaban la bebida con payadas, sin alteración hemática ante el clima, el uniforme marcaba cortos y rosácea de tinto. El Gauchito Gil empapado sobre la pared de ladrillo y las camisetas de Atlanta siempre estuvieron al mando. Desfile de crisis que acelera su pulso, como tesis del andar del pueblo.

Pensaba que Ugi’s era una adopción silvestre de las franquicias gringas pero no: el fundador se llamaba Hugo y así le decían de chico, aunque son las piezas necesarias para formar la contracción con su nombre de pila: Hugo Solís. Hoy muerto igual que su esposa, ambos dejaron más de doce hijos y todos los varones llevan en alguna posición el nombre del padre. Sus intereses comerciales deben tensar los vínculos de familia como hilitos de muzzarella caliente. Tienen una planta de producción propia de queso y han tomado decisiones que seguramente harían rabiar al mesías de la pizza barata: venden empanadas, un suplemento que Hugo consideraría nefasto.

Dolorosamente irrefutable como la certeza del domingo promediando su existencia a través del primer ladrido de perro. Así eran las decisiones que tomaba. Así empezaría un borrador si le hubiese hecho caso a mi tallerista en su insistencia por hacerme escribir ficción. Perdón Bruno, ojalá no te vuelvas a Brasil.

El prófugo, Natalia Meta

Beber y disparar son las actividades que Iorio menciona para explicar el motivo de su lejano paradero. Dos acciones paralelas que, si se combinan, pueden hacer quebrar su frecuencia. Y de marcha adictiva si se mira con edición, como filmada por un registro de Guy Ritchie. En esa “entrevista” (las comillas van porque es Iorio quién le va pidiendo a Yayo que le tire las preguntas que a él se le ocurren y quiere responder) el cantante toma de parado sin descuidar la mira en los ojos del comediante. Es el cordobés quien, preocupado por devolver gentilezas del orden de la atención, calcula mal la distancia del vaso y se chorrea. Beber y disparar, el jueguito del redneck por antonomasia. Ricardo necesita desenvolver la indignación por las cosas más terribles de la vida, habla exclamando, son el dolor y la anécdota iracunda las que condicionan su voz. La derrota baja, baja y termina levantándose con una idea lacerante. El subsuelo de la desgracia se agota y hoy de Iorio queda la práctica, como un ángulo recto que sube a humectarse y en los dos siguientes movimientos de muñeca pasará de contemplarlo todo a sentirse el encargado de modificar el paisaje. Beber y disparar podrían ser además las instrucciones para empezar a escribir, impartidas por algún autor inquieto. No es mi caso (tomo alcohol socialmente y la vez que estuve cerca de ir a un polígono de tiro me bajé: las balas son muy caras).

Con un audio de Iorio abre Sin la S, el disco de Colu y Jeison, dos raperos tucumanos que editaron uno de los pocos discos de este año que me dieron ganas de escuchar varias veces. La intro no dice ninguna de las dos palabras, pero habla de sueños y de cómo no intentar sobre los propios equivale a pegarse un tiro. Me encanta lo que responde Vicentico cuando le preguntan por Iorio: “Está cero tocado por nada que esté afuera. Es inmenso, es patético, es todo a la vez”.

El giallo es un género que va un paso más hacia la cosificación de los cuerpos porque muchas veces nos muestra ya no como un cacho de carne, la fragmentación es premeditada: somos un par de tetas y otro de costillas, las partes más sobresalientes del cuerpo, esas que lastiman al yacer sobre el asfalto, la cama o el capó de un coche.

Si el prestigio es lo que persiguen los actores de comedia cuando no logran conformarse con el clamor carcajeado, ¿puede ocurrir que los autores de obesidad dramática conozcan la curiosidad del ridículo? La palabra prestigio es estúpidamente evocativa, hay mucho firulete conteniéndola, es pomposa y anticuada, como una gorguera isabelina.

Pontypool, Bruce McDonald

Llego temprano a un sitio en donde está ocurriendo otra actividad. No estoy para ese clima, encima escucho a las organizadoras quejarse porque los que estamos parados tapamos sus stands de venta. Avanzo hacia el pasillo que comunica a la sala de teatro, un patio donde también están los baños. En la esquina hay un escritor conocido. Uno que abrazó la turbulencia legal por aventurarse entre lo legítimo. No me atrae pero está muy bien vestido y fuma con garbo. Su mano izquierda se estira para pitar y enseguida vuelve a contraerse en un puño que reposa sobre el mentón. El humo se disipa, apenas visible. Hay mucho olor a porro pero lo suyo es tabaco. Lleva mocasines de valijero y un iPhone que desenfunda para despistar. El iPhone es más buchón que otros celulares cuando no tenés notificaciones donde ahogar las penas de la sociabilidad de etiqueta. Ese movimiento ruletero con los teléfonos acá es estrecho. El mío está apagado porque reservo los puntitos de batería para guiarme a casa (estoy a unas veinte cuadras del subte en un barrio que no frecuento seguido). Nos miramos con el escritor (trato de recordar cuánto leí de él: dos novelas) y aunque pueda valerme de mi anonimato para atravesar la frontera del descaro prefiero alternar la evasiva en otro lado. Me digo que estamos en un patio: qué mejor distracción inagotable que el cielo.

Tengo una contractura debajo de las costillas izquierdas. Hasta que identifiqué la zona del conflicto (con ayuda de una guardia médica) la hipocondría, personaje con el que no suelo interactuar seguido, me arrinconó sin mucha elegancia. Pasan los días y el dolor no cede, pero tampoco mis intenciones de seguir activa, entonces la duda de un mal diagnóstico, el estrés cobrando rol protagónico y mis movimientos coreográficos resultantes de un dolor desprolijo y agudo me aturden. El cuerpo me aturde, como una caja de madera sin lijar (esto no funciona, estoy pensando en el conflicto táctil al pasar los dedos por esas astillas. ¿Puede aturdir el tacto? ¿Existe la sinestesia de metáfora o sólo estoy pensando en una caja de madera porque es el material del que está construida la sala de teatro de la que acabo de salir?). El dolor se intensifica cuando inhalo y exhalo con fuerza. Si me tiento de risa también, pero esa molestia la elijo. Sigo sin registrar exactamente el lugar del centro del dolor, así que hundo los dedos en esos arcos marfil y voy bajando como si desde adentro algo fuera a responderme. Quiero escuchar lo que en realidad existe para contener una resonancia, como la sala de ensayo que acustiza el tono de la conciencia. Pienso en los tiempos de recuperación con impaciencia pero auscultando la certeza: al dolor también hay que respetarlo.

Me voy contenta del sanatorio porque pude limpiar parte del recuerdo de mi última visita, en la que la sutileza de una operación ambulatoria se vio inhibida por la fatalidad del tiempo. Del que se agota y de ese otro que me hizo coincidir con la muerte de una persona al lado mío. De aquel mediodía/tarde/noche (estuve unas doce horas en total) pasé a un ingreso express que no me dejó leer más de dos páginas del libro que llevé, resignada (no a la rapidez del llamado, sino a continuar leyendo una novela que me aburrió enseguida). Lo de limpiar recuerdos es importante, es un concepto que aplicamos siempre con mi hermana cuando vemos una peli o algo con energía oscura y al toque le encimamos otra vaina, en especial si estamos por irnos a dormir. Hace poco fui con una amiga a ver una obra y se movilizó demasiado, entonces me pidió ver algo en casa. No insistió mucho pero noté que su propuesta excedía el simple ánimo recreativo. Buscamos algo de un director de cosecha lumínica y funcionó perfecto. Encima mi amiga compró cena y postre. Ideal. Actualización: no debería haberme fiado de la suerte. El saldo de mi segunda visita a la clínica son opiáceos, muchas horas frente a una pantalla que transmite trivias institucionales y la gentileza del radiólogo que me anima a prepararme para la media maratón del 2025.

Todavía estoy a tiempo de comprar comida (el hambre es el otro argumento de ánimo). Paso por un local armenio y hago mi pedido. La chica que me atiende hace señas hacia afuera, su cara de frustración indica que hace rato empezó la coreo. Giro y veo a la pareja, le digo que va a estar un rato hasta que la miren (me quiero ofrecer a buscarlos pero estoy débil). “Es que tienen frío”, me responde. Me confunde porque si ese fuese el asunto, deberían resguardarse en el local. Vuelvo a dirigirme hacia el vidrio: el chico alterna la fricción sobre la espalda de su pareja, con besos y caricias al perro, que habrán aprovechado a pasear. Nunca dejan de estar abrazados. Entiendo.

Las partes de las que está hecho nuestro cuerpo presentan una capacidad particular y pueden condicionar, aprovecharse, pero también recordar su vínculo con el deterioro. Hay cuestiones que no son “problemas” por más que el título lo dictamine un profesional, como tener los lagrimales secos, o que te crezca notoriamente una teta más que otra o la multiplicidad de papilas gustativas en relación al promedio (culpable de esta última) pero hay otros que uno ignora y sólo descubre en el titular extranjero de un portal sensacionalista, como aquella vez en que una fan de One Direction le gritó tanto a Harry Styles que se rasgó los pulmones. “Me parece curioso tocar así la cicatriz”, se escucha en uno de los coros de “Ingrediente”. Me gustan mucho ciertas cicatrices pero nunca sé cómo preguntar el origen por miedo a despertar algún trauma. Discutible tal vez sea el peor disco de Babasónicos (sí, por más que incluya “La pregunta”) y coincide con una de sus peores portadas. Llevo semanas escuchando los mismos álbumes suyos: Anoche y Mucho. La CH se repite en laburos de otra banda con una frecuencia insólita: los IKV tienen Chances, Chaco, Leche y Cartuchera Porno (porque todos queremos creer en ese mito del que hubieron seis copias, qué te costaba decir ocho, Dante).

Berberian Sound Studio, Peter Strickland

Respirar hasta morir es lo que hacemos todos. Hay personas que pasan toda una vida (¿eso es una vida?) depositados en una cama con la única actividad mecánica de los pulmones. Son como un juguete Jack que no encaja en ninguna vitrina. Aunque algunos con mayor dificultad y otros dispuestos a trabajarla. Pasar de ser asmática a correr una hora y media sin sobresaltos se siente como equiparar intensidades. De meter la cabeza adentro del freezer a olvidarse que la constancia cardíaca es algo.

Gemido, orgasmo, suspiro, jadeo, susurro, la manipulación del aire que producimos — uso esta palabra como si fuésemos productores musicales, donde ese material volátil que entra por nuestro cuerpo se moldeara con los canales que le da la voz, saltando entre el beat que oxigena, como bola de karaoke establece su propia clasificación de ritmos-. El de la seducción, el suspenso, la euforia y también el peligro. Este párrafo es lo que pienso mientras entiendo que caminar con la mano en el bolsillo acrecienta mi dolor, pero el frío no me permite zafar de la postura. Creo que el frío también favorece mi sufrimiento, pero no sé si eso tenga que ver con las costillas. No era eso lo que iba a decir, sino más bien: este párrafo es lo que pienso mientras salgo de ver Maldito desierto, de Bernardita Epelbaum, con Gisela Baiardo, Bernardita Epelbaum, Delfina Oyuela y Eva Palottini, en Casa Teatro Estudio.

Me encanta venir a este espacio. Su capacidad reducida obliga a matar el preámbulo del desfile de ubicaciones, las demoras del faranduleo. Acá se llega y, después del vino de cortesía (que con la misma prestancia rechazo), ya se puede pasar. Puff o silla, baño previo o derecho al mundo más allá de la cocina. Afuera, un tubo rosa fluorescente que distingue entre verdulerías y dispensarios de tartas y milanesas (así se llamarán las rotiserías en unos meses, cuando Almagro sea tomado por la farsa del progreso).

Llega una actriz de esas con las que te llevás las manos a la boca. De las de voces de madama, donde también están Leonor Benedetto, Graciela Borges o Edda Bustamante. Va al baño y acaba entrando última. Su perfume es denso, sólo admitido en contextos donde el olor consigue tapar la incomodidad del lujo ajeno.

Perspective should be reversed, David Hockney

“En el mar no se puede llorar, agua con agua se anula”. No es la primera, pero sí una de las líneas que componen el primer acto.

Maldito desierto es un gran título. Si hubiese que reemplazarlo, diría Éxtasis del ritmo.¿Cuánto puede bailar un pelo? ¿El pelo suena? ¿Sueñan las dramaturgas con frizzes eléctricos? Ese tejido que desobedece al tiempo y sigue avanzando aún cuando su envase muere. Las cuatro actrices rompen las formaciones tradicionales de su cuerpo. No hay partícula que quede en orden una vez terminado el espectáculo. Y lo más impresionante es el movimiento que no se ve. Las escenas son largas porque justamente es el tiempo que se necesita para el trance. Los personajes conducen hacía un canal que las embrutece, las animaliza, las vuelve vehículos de un mambo hacia el que no hay punto medio. Una vez ingresado al compás ya el encanto hizo su magia. El pelo largo parece tener filo y eso que las cuatro tienen rulos (u ondas). Se mueven definitivas como mortajas. Cuántos tiempos marcan una despedida, pienso.

¿Puede seducir el susto? Claro que sí. Ellas lo demuestran personificando, quizás sin saberlo, quizás con esa exacta intención, el póster de una película de terror de los ’60, la reacción del cuerpo inerte de los giallos con el terror de ser contemporáneo a un mundo que ha decidido abandonar las expectativas. Me parece que hay un trabajo intenso con las reacciones, imagino que los ensayos fueron muy demandantes. Se baila, se impresiona, se encuentra un pulso. Seductoras y puntuales, el texto (mucho más implementado en la desenvoltura de los cuerpos que en los diálogos) se para sobre una trinidad: muerte, fe y mambo, que podrían ser sinónimos. La actriz presente entre el público ríe y por la intimidad que reviste la sala casi se siente como si lo estuviera haciendo de nosotros. La tengo atrás y creo que me llega algo del vibrato.

Le escribo a Bernardita porque quiero felicitarla y saber más. Me rompe la cabeza que, entre todas las posibilidades, use una palabra que ya escribí más arriba y hasta fue descartada en la edición anterior de Triste y Tropical: sinestesia. Le pregunto por su llegada a la sala y su relación con Martín Flores Cárdenas (Tato), uno de sus dueños. Además, sobre el tratamiento sonoro y los tiempos de ensayo.

A Tato lo conocí dando clases ahí. Le pregunté si podía empezar a ensayar un proyecto que tenía ganas de probar y arrancamos, así que todo el proceso sucedió en Casa Teatro. Nosotras somos cuatro y el espacio es el primero y el quinto miembro y creador de Maldito Desierto. El sonido tiene mucho ver con el lugar, trabajamos con lo que el espacio nos daba y también con los límites que nos marcaba. No podíamos hacer cualquier cosa, en el buen sentido. Hay algo de la intimidad, la cercanía, el tamaño, la escala, los colores del lugar, cómo se escucha todo. Te acompaña y te marca una cancha muy clara y eso lo tomamos y dijimos: esto es también la obra, esto es por acá (como el uso de las puertas). Algo de esa sinestesia se ve, llega al otro lado.

Maldito desierto

Empezamos en abril del año pasado con una idea disparadora, no había texto. Tenía un deseo y una idea y pensé que Casa Teatro era el lugar ideal para hacerlo. Una vez que tuve el ok convoqué a las otras tres intérpretes. El iluminador y el vestuarista llegaron después. Primero estuvimos derrochando material, probando, jugando, divirtiéndonos. Yo era amiga de las tres pero ellas no lo eran entre sí, creo que un poco de ese vínculo se ve en la obra. De a poco empezamos a quedarnos con cosas, pero la seguimos ensayando aún. Disfrutamos mucho hacerla, cada función es un hallazgo, a medida que pasa el tiempo nos permitimos más juego en relación a las escenas y lo que va pasando.

Habíamos empezado a ensayar con una guitarra criolla y al toque nos dimos cuenta que necesitábamos power, trajimos la eléctrica. Tuvimos música pero la descartamos porque entendimos que el sonido también tenía que salir desde la sala, de nosotras, el susurro que es algo tan particular, justamente porque es la sala la que se presta para eso. Se puede susurrar y que llegue, amplificar cosas muy pequeñas, la sala despierta eso, LO CHIQUITO ES ENORME. Es una de las hipótesis de la obra y tiene mucho que ver con el lugar en el que estamos. ¿Qué es lo chiquito y qué es lo grande? Nos preguntamos y seguimos haciéndolo.

“Lo chiquito es enorme” me dice alguien con nombre en diminutivo pero capaz de dividirse en cuatro sílabas y dibujarse con los bucles de la cursiva como marca de cuadernos de escuela. Chiquitas podrían ser las puntadas que insisten entre mis costillas, pero las repeticiones me llevan a la magnitud. Grande debería haber sido el festejo por haber recibido una noticia con la que soñaba hace años, en cambio, pasé de enterarme a bloquear el celular y subirme a un colectivo con una persona que no iba a reaccionar si le contaba. Si no lo nombro no existe, suelen decir. Para mí se nombra para entrar en combate, como una forma de dimensionar al enemigo e ir descifrando los trucos de la escala. Quiero aplastar el dolor hasta que sea una maqueta de proyecto inmobiliario y sólo pueda afectarme con la endeblez de materiales de segunda mano. Lo enorme también es chiquito, como ese oso que trastabilla ante la noticia de su muerte vecina. La bestia de Maldito desierto tiene cinco cabezas peludas y sin saturarse ante el vértigo como grado cero.

En 2007, Eric Abrahamson y David H. Freedman escribieron A perfect mess, un ensayo donde sostienen algo terrible para obsesivos como yo. En su diatriba contra el orden, desarrollan sus argumentos para justificar que el sonido ambiente se reinserte en las conversaciones “limpias” por celular y así los que llamen produzcan una conexión “natural”:

“Vivimos en un mundo en el que las cosas que producen ruidos son constantemente nuevas para nosotros; en el cual, en cierto sentido, hasta el espacio alrededor nuestro nos murmura. El ruido nos hace sentir bien; a un nivel inconsciente, es tranquilizador. El nombre técnico para este tipo de sonido ambiente es, de hecho, comfort noise, e intentar hablar con alguien en su ausencia es un poco desorientador e incluso hasta escalofriante. Nuestros cerebros se sublevan en la pulcritud antinatural”.

In fabric, Peter Strickland

Hubo un momento en la infancia de Bernardita donde llegó de casualidad un piano a su casa que la llevó a tomar clases. Pero al avanzar en la anécdota clásica se queda pensado y se mete en otro recuerdo.

Mi papá era otorrinolaringólogo y para mí meterme en la cabina donde vas para que revisen tu nivel de escucha — a partir del envío de sonidos de diferentes frecuencias — era el mejor lugar en el que estar. Creo que esta sala tiene algo de esa misma acústica, algo envolvente, donde todo se ve mucho, se escucha mucho, un amplificador de las cositas, los pequeños sonidos, pequeños movimientos. Simples, pequeños, lo simple cobra un nivel de relevancia que es precioso. Me encanta el sonido y bailar tiene mucho que ver con eso, bailar no es sólo percibir al otro con la mirada, también hay una escucha ahí, pienso en la danza también. Es algo que siempre está presente, y ahí se van armando ritmos, música, partituras.

Me encanta inventar mundos que no existen. La fantasía me parece super importante pero no por irse lejos de este mundo, sino al contrario, buscar una manera de transformar un poco el mundo en el que vivimos. No es irse, es estar acá, está entre nosotros todo el tiempo y me parece fascinante. Insisto en que esta obra sin Casa Teatro y Tato no era lo mismo en absoluto, es muy radical, la de su presencia y la de su gestor. Martín nos super acompañó en este viaje.

El padrino de Maldito desierto (todos los lunes 20.30 en Casa Teatro Estudio) me corta el recurso, porque Martín es enorme en apariencia y también desde su sensibilidad.

En 2001, David Hockney dio una entrevista, cuando su capacidad auditiva lo había abandonado por completo (haciendo que renuncie a su trabajo con las escenografías de la ópera). En ella tuvo ciertas impresiones sobre la falta, desde la perspectiva propia del artista:

“Creo que la sordera hace que uno vea mejor. Si uno no escucha, ve más de algún modo. En el libro de John Richardson sobre Picasso, leo que no le gustaba la música, algo extraño para ese momento. Era el único artista que no iba a conciertos. Asumo que tampoco escuchaba música. Asumo que no tenía oído. Pero veía más tonos que nadie. Era el mejor claroscurista del siglo XX. Existe una conexión entre escuchar y ver.”

A rake’s progress, David Hockney

Las recomendaciones esta vez no son demasiadas, porque tuve ganas de hacer algo distinto. Pero cierro con algunas curiosidades, como esto que dice Nina Suárez acerca de la moda de poner como portada de disco una foto del artista en su infancia, el video de una estudiante que se contactó con quien tradujo la bendita edición del Orgullo y Prejuicio agotado a lo largo y ancho de los kioscos de diarios de Buenos Aires, la entrevista al capo de Radu Jude a propósito de su última película, Do not expect too much from the end of the world, la obra de Nicolás Romero Escalada que homenajea al que según su post es el teclado más famoso del país, pero como argentina tengo que exagerar y decir del mundo. El clip de este hombre en España que se abre y comparte cuál es su momento favorito para llorar. Uno viejo (¿En qué momento dependí de la novedad en este newsletter?) pero que me emociona mucho: el ensayo de John Cotter sobre su afección que lo hace perder la capacidad de escuchar sonidos bajos, qué es lo que empieza a extrañar y cómo se desencuentra con la intimidad. Última: la inventiva del fandom de Dillom alrededor del universo de Por Cesárea. Porque las pibas (en su mayoría son chicas las de las ideas) plotean encendedores, imprimen lillos pero también piensan stickers, cartas intercambiables y hasta diseñan algo que posiblemente no llegaron a vivir de manera “oficial”: las entradas en papel.

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