Triste y Tropical #42

Camila Caamaño
21 min readAug 7, 2024

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“Quiero creer en algo en un mundo que no cree en nada”

Mariano Tenconi Blanco — Quiero decir te amo

Agosto es un mes diabólico es el título de una novela erótica escrita por la autora irlandesa Edna O’Brien, a quien googleo para chequear nacionalidad y me entero que acaba de morir. No creo en la mufa pero tampoco quiero adentrarme en su biografía, solamente: la novela es buenísima, gran parte de su obra fue censurada (muchos de sus libros prendidos fuego) y me encantó leerla adrede en agosto del año pasado. No me gusta nada, en cambio, estar en el mes ocho y saber que me toca enfrentar unos problemas medio trascendentales, los dos que, dicen, definen esa cuestión llamada dignidad (debatible). Espero que lo impiadoso quede en el marco de la ficción. Para mí ser digna es no quedarme sin algo sobre qué escribir.

Trust, Hal Hartley
Trust, Hal Hartley

Pese a corregir y releer el texto mil veces, en la edición pasada tuve cuatro errores (al menos esos encontré) así que los hayan notado o no, quiero mi propia fe de erratas:

Una de distraída: puse taza con z en lugar de s, siendo que estaba hablando de la magnitud de los suicidios, no de tomar café pensando en la portada de Para toda América de La Mona Jiménez y a partir de qué disco se sacó el Carlitos para presentarse. Tampoco me colgué imaginando lo espectacular que sería una muestra con todas las tapas de los discos de sus álbumes (que van rumbo a los 100).

Una de tipeo: escribí LGTB+ en vez de LGBT+ como se acostumbra a usar, aunque en mi cómoda ubicación de género creo que anteponer lo trans por sobre lo bisexual es justicia gramatical.

Una doble, en parte de capricho: aynotdead se reitera dos veces en cuatro líneas, lo cual me molesta y encima la segunda está sin bastardilla. Hagan de cuenta que luego puse: “esa marca”.

Una última, también de tipeo: a Bléfari le falta la tilde (y que ahora indefectiblemente me lleva a ese posteo donde decidieron que no era necesario aclarar el pifie de haberle aumentado dos años la ausencia).

Vuelvo a mi casa después de hacer unas compras y me doy cuenta que me cobraron un producto de más. Nunca reviso los tickets, pero había hecho un cálculo aproximado y la diferencia me llama la atención. Vuelvo horas más tarde y quienes atienden se disponen a mirar las cámaras de seguridad. Del otro lado no puedo verme y todo lo que pasa me parece ridículo, tres personas miran el video para corroborar mi verdad y mientras tanto me siento Guillermo Pfening en esa muy buena película que es Nadie nos mira, de Julia Solomonoff. Espero y pienso que con mis costillas apoyadas sobre el mostrador puedo hacer una suerte de palanca y llevarme algunos snacks de dátiles, que un paquetito miserable duplica el precio del producto que reclamo. Me encuentran en el registro, sacan la cuenta (1,2) y cambian de sistema en la computadora para gestionar mi reembolso. Me llevo otra, digo. Ah, pensábamos que querías la plata. Nunca me dieron opciones, ¿agarro la misma marca y ya? Sí. El estante de las leches de almendras está lejísimos de la caja, agarro un cartón y los miro, pero ya se relajaron y los compañeros charlan de sus cosas. Me podría llevar otras tres sin que lo noten, a ninguno parece importarle mis movimientos fuera de la imagen grabada.

Vuelve a mi memoria la única vez que robé. El delito es la excusa para el verdadero recuerdo, el estreno de un sentimiento: la culpa. Tenía seis años y estaba con mis viejos en una dietética medio de lujo, cuando no existían esos eufemismos cool que se usan ahora para denominar a un local que vende productos sueltos (en Mar del Plata siempre los llamé eltodosuelto, de hecho) “tienda saludable”, “almacén natural”, “ecotienda”, el cliché de la chica con los tatuajes de mandalas y su mat, que son la versión actual de los tribales noventosos. Un patrón sin ganas. La cuestión es que en ese local había unas botellas de cerveza importada que en su cuello tenían colgados llaveros de máquinas tragamonedas. Me acerqué y los toqué, la palanquita funcionaba y eran de colores brillantes. Era alcohol, no iban a comprármela, así que arranqué uno y me lo guardé en el bolsillo. Desde ese momento toda mi pequeña existencia se colmó de un peso terrorífico, una presencia sin materia debutaba en la parte de mi cuerpo que asimila sensaciones. No sé por qué, pero esto no se hace. El bolsillo estaba tibio, mi mano derecha entraba y salía de la guarida del crimen, el juguete no podía salir así que lo recorría con los dedos tratando de recordar. Pero enseguida la culpa aguaba mi diversión, o más bien la inundaba porque ¿qué iba a decir si me descubrían? Tenía la coartada y la usé (es el juguete que venía con la bolsita de cumpleaños de mi amigo Agustín) pero esa manifestación amorfa (la culpa) no cesaba así que, con lamento y unos buenos usos del chiche sobre la ventana de mi habitación, despedí al objeto y lo tiré desde el quinto piso del departamento. Ni siquiera entiendo por qué me fascinó de esa manera la imagen de una máquina tragamonedas. Soy marplatense y jamás pisé el casino. Prefiero jugar de mentira.

Home, Ursula Meier

De chica me gustaba usar colores. No sé cuánto hay de deformación nostálgica en esta afirmación, sobre todo porque cuando sos chico te visten tus padres. Pero quizás es menor el alcance imperativo que tiene la sensación que recuerdo de usar cancanes rojas con Kickers. De andar con estampados floreados en vestidos y jumpers y negar que la manga larga de la bata de Mickey del Carrefour ya no me cubría ni el codo. A medida que crecí y mi cuerpo no se ajustó a los parámetros convencionales de eso que llaman hegemonía, me apagué bastante. Durante años me incliné a tonos fríos como recurso a pasar (más) desapercibida y aunque hoy siga disfrutando de un buen buzo azul francia o no crea que exista prenda interior que supere a un conjunto de encaje negro, desde hace un tiempo viré hacia la calidez y si hoy me preguntan, digo que mi color favorito es el naranja. A riesgo de sonar medio bruja, no puedo evitar asociarlo con lo solar, con un cambio personal, la posibilidad de una nueva etapa. “Sol naranja” es además una de las canciones de Babasónicos que más quiero. Yo te prefiero porque estás fuera de todo. Vivimos demasiados momentos difíciles para seguir de luto en lo cromático. No es que esté volviendo a ser la de antes, me siento más parecida a la que estaba lista para interpretar desde ese momento: allá puede ser a partir de ahora. Pienso en la urgencia que de chica me dictaba el ritmo en los libros para colorear, si no llenaba esas formas cuanto antes, mayores eran las chances de que las figuras tomen frío, necesitaba contenerlas de algún modo.

Me pongo a ver entrevistas a músicos. En una reciente a Emmanuel Horvilleur, le hacen una de las preguntas más tontas que se le puede hacer a alguien, y es el motivo por el que eligió un nombre (en este caso, el de los shows que está presentando). Él, algo agotado, dice “ahora la gente quiere conceptos, no les importa la música”.

Me voy a otra de unos años a Ale Sergi, un artista discursivamente generoso, mucho de lo que cuenta es repetido pero él me atrapa por sus formas. Si hablara otro o lo dijese con otro tono, uno desconfiaría, pero es tan claro y calmo que provoca una ilusión donde su lucidez es la media, una media irresistible. Sergi es el antitirapostas, todo el tiempo está dando cátedra pero lo expresa relajado, sin sobresaltos, sus facciones apenas se alteran. Parece creer que lo que dice es una obviedad, que por momentos es absurdo compartirlo. A mí me pasaba eso todo el tiempo. No, no me comparo con uno de los mejores liricistas de la música popular argentina, pero me llevó años darme cuenta que las ideas que podía escribir no eran lo que de entrada teníamos todos en claro. O no con estas formas. ¿Y entonces para qué? Me decía.

Adrienne Shelly en Trust

La charla está dirigida a alumnos que estudian para DJs o productores, por eso en algunos momentos el intercambio se pone muy técnico. Pero así y todo, el artista comparte declaraciones bien de su ética de trabajo: “no hay canciones buenas o malas porque son sensaciones”, su manera de adaptarse al tiempo y no perder la curiosidad por lo nuevo, su rechazo ante quienes se creen superiores por escuchar Aphex Twin y no Tini, las estrategias para seguir sonando actual con más de veinte años de carrera. Los asistentes sólo aplauden al promediar la conversación y en el momento más tribunero del video.

Mis momentos favoritos quizás sean cuando Sergi da su tip para escuchar música sin idea previa (aprovechate de tus amigos sin que se den cuenta) y la increíble respuesta frente a si se arrepiente de algo (de no haber guardado los másters del primer disco porque ¡no se tenía fe!).

Dudo que le hubiese prestado la misma atención si no se escuchara de esa manera. La intensidad calibrada de sus palabras me condiciona a saber lo que quiere transmitir. Si gritara, si se sintiera muy arrogante por más verdades que diga, otro sería el cuento. Dárgelos llegó antes y dijo: “cuando el speech es fuerte su volumen enloquece”. También dedica un libro entero al tema Vivian Gornick, en su libro La situación y la historia. El arte de la narrativa personal. La neoyorquina presenta su texto con una anécdota. En una ceremonia fúnebre una mujer despide a una eminencia en la medicina y la autora queda impactada, sin saber muy bien por qué, hasta que el homenaje acontece:

“La panegirista se había evocado a sí misma cuando era una joven médica que se sometía a la influencia formativa de la más veterana. Ese recuerdo actuó como un principio organizador que determinó la estructura de sus comentarios. La estructura impuso a su vez un orden. El orden volvió más armónicas las frases. La armonía aumentó la expresividad del lenguaje. La expresividad intensificó la asociación. En última instancia, se dió una acrecencia dramática, una injertada en el texto por el tiento descriptivo en el aprendizaje de una persona joven, de las prácticas médicas en una época de cambios sociales, así como un apego con sentimientos ambivalentes hacia una mentora que solo era capaz de corregir, jamás de alabar. A esa acrecencia la llamamos textura. Había sido la textura lo que me había revuelto por dentro, lo que me había hecho sentir, con poderosa inmediatez, no sólo la realidad de la mujer que era recordada sino — e incluso con más viveza — la presencia de quien recordaba. El esfuerzo de la oradora por evocar con exactitud cómo habían sucedido las cosas entre la difunta y ella — su necesidad sincera de extraer sentido de una relación fuerte pero desconcertante — la había llevado a decir tanto que por fin me percaté de todo lo que no había sido dicho; de lo que jamás podría decirse. Sentí con agudeza la cálida y dolorosa insuficiencia de las relaciones humanas.”

Me encanta cuando mi memoria se pavonea a la hora de estrenar palabras que escribir. No considero tener un vocabulario particularmente amplio y eso me frustra, quisiera sumar todo el tiempo nuevos términos a mi stock. Es, sin ningún tipo de duda, una de las razones por las que intento leer bastante (a veces se puede, muchas otras no). La cabeza es rara, a veces tengo la sensación de estar diciendo (escribiendo) siempre lo mismo, por momentos un verbo me asquea, por más bonito y adaptable resulte y huyo a aprender otras formas, a buscar sinónimos, a conseguir otros espacios donde acovachar ideas. En otro momento puede que sea una cuestión de sonidos, la rima boba, las sílabas parejas sin sorpresa, uniformes como ejercicio escolar de unir con flechas. Que lo prolijo esté en la construcción de análisis, yo quiero rasgar, que las perforaciones lleguen de ritmos intencionales, de la puntualidad con que las palabras galimatías y santiguar aparecen en alguna traducción de Anagrama y no las olvidás nunca más. Como la expresión “borracho como una cuba”. En la novela que estoy leyendo (La cuarta mano, de John Irving) aprendo una fascinante:

Carontoña: caricia, palabra o gesto afectuoso que se hace a una persona, a veces con la intención de conseguir algo de ella. Suele usarse con más frecuencia en plural.

Sinónimos: lisonja, peloteo, zalamería.

También: expresión física de afecto, generalmente una caricia o un beso.

Gisèle Freund, Amantes en la calle de Rivoli

Lo entrevistaron a Aira en la televisión sueca. El sueco es tan ajeno que lo único que entiendo es lo que la presentadora cuenta en español: Coronel Pringles, el pueblo en el que nació. Hacía muchos años que no lo veía. Aira es de esos autores descomunales a los que su obra les da tantas vueltas que su aspecto pasa desapercibido. No interesa su mirada contenida en los anteojos de marca rectangular que eligió en las últimas décadas, el corpus Aira mira en nombre de todas las civilizaciones oculares del universo. Pero ser tu propio canon ni siquiera te libra de los conflictos hogareños: la cámara entra a su habitación y allí lo vemos, detrás de una caja de zapatillas, en el rincón destinado a una cajonera que oficia de mesa de luz: el cuarto de César Aira tiene humedad. El intercambio es breve pero llega a dejar consignas insuperables como “no hay que esclavizarse con la calidad, qué importa que sea bueno, que sea malo. Además uno nunca es buen juez de lo que uno mismo escribe”. El video tiene un cierre agrio, dudo que el enfoque europeo busque el golpe bajo. La interrupción de un llamado de la tía del escritor delata que es su cumpleaños y Aira está dando una nota, más barbudo que nunca, desenfundando lomos de libros con un brazo reposando sobre su espalda, con la sola compañía de un reportero y un camarógrafo nórdicos que apenas pueden hablar su mismo idioma. En una casa con humedad.

A Kanye entré por My Beautiful Dark Twisted Fantasy. Fue lo que se dice una casualidad. No recuerdo el momento exacto, pero faltaba poco para que publique su sucesor, así que diría 2012. Fue casual porque lo mencionó un periodista (no especializado en música) en una entrevista random que me sugirió YouTube. Tampoco tenía en ese momento amigos que escuchen hip hop. La introducción vino acompañada del video de “Runaway” y mi perplejidad absoluta por estar viendo a un rapero fuera de campo. Cuando apareció Yeezus fui más que manija a lo de una amiga a donde también estaba mi hermana que nos terminó pidiendo que lo saquemos porque le resultaba insoportable. Retrocedí en su discografía pero la verdad es que mi segmento dedicado a escucharlo va de 808s & Heartbreak hasta Ye. Y con este último tengo una recurrencia insana, diría que hace dos años que es el único álbum suyo que repito, puede que por su duración perfecta para ir hacia un lugar caminando, por su portada o por tener una de mis barras favoritas que siempre me hace reír: “I love your titties ’cause they prove I can focus on two things at once”. Si se le ocurría a Ysy todavía lo estaban gastando. Son 23 minutos de una gran profundidad a pesar del chiste. Kanye estalla, exuda emociones paralelas sin posibilidad de intervenir. A partir de “Wouldn’t Leave” la luz encuentra su sitio donde proyectarse con la voz de Partynextdoor. Cada vez que veo la portada del disco pienso en la escena posterior, imagino que algunas de esas nubes se disipan y hay modo de que la claridad socorra. Pero es todo una impresión porque la última canción te desarma, los coros estimulan el desamparo, el tiempo no aclara y esas montañas se ven más gigantes que nunca.

Michael Stipe

Cumplo trece años viviendo en Capital Federal, a la que antes de ocupar le decía Buenos Aires, pese a que yo ya estaba ahí dentro. Este 2024 fue la primera vez que sentí frío en serio, que tuve alguna sensación parecida a la de la helada marplatense. A la de salir con temperatura negativa para ir a la escuela y medir con los ojos el grosor del colchoncito de escarcha formado sobre los autos. A la de tener que hidratarme las manos no por coqueta sino por las heridas que el propio clima me provocaba en las manos, unos estigmas delatores de la sensibilidad de mi piel. Silvia Gómez Giusto escribió algo hermoso sobre el frío y las ganas de volver a escribir (y enviar) cartas, sobre lo que vengo pensando también.

Hace varios años, el comediante Mike Camerlengo hizo un chiste en Twitter que, como pasa muchas veces, alcanzó una trascendencia impensada. Camerlengo subió un supuesto extracto de un perfil sobre Kawhi Leonard y se viralizó enseguida. El párrafo contaba sobre la teórica locura que el jugador de los Clippers tiene por las manzanas rojas. En el tuit podía leerse que durante su época en los Spurs fueron a cenar después de un entrenamiento y el tipo sacó de su bolso una docena de manzanas para luego comérselas una tras otra con cuchillo y tenedor. Y Dan Solomon tuvo la idea de ponerse en el lugar de este demente, así que dispuso doce frutas sobre su mesa y entre cada una fue tratando de entender el cerebro del deportista.

El periodista intenta desandar el camino de la estrella, porque parece que Leonard escapa a las convenciones de lo que se supone debe ser un ídolo. Porque en presentaciones públicas o eventos institucionales esquiva la exposición, y entonces la pregunta que me interesa de verdad (por supuesto que el básquet no lo es) pasa por la manera en la que uno dialoga con la verosimilitud de una historia. ¿Se hubiese compartido tanto la fake news si la anécdota hubiese sido protagonizada por Curry? No sé nada de jugadores pero de algo estoy segura: Dennis Rodman se comería veinte manzanas de azúcar y a nadie sorprendería (y ojo que el californiano hasta tiene un árbol de manzanas en su casa) pero, ¿cuán raro se piensa que es Kawhi para llegar a pensar que está anécdota es real? Cuando es poco lo que se sabe de alguien, el peligro es que podemos imaginarnos cualquier cosa sobre él. Kawhi rompió con su linealidad de guión cuando dejó de jugar en los Spurs y desde ahí su personalidad díscola dejó a varios pensando. El autor cuestiona la presión que le ponemos a los ídolos y creemos que por lo que muestran en redes sociales ya tenemos el mapa completo de su vida. Y también: ¿por qué el hecho de ser un deportista de élite obliga a las personas a tener que ser duchos con todo el resto del pack que implica ser una celebridad? La manzana es la fruta de más compleja digestión, tampoco debe ser verdad que el propio Solomon se bajó tantas unidades, pero esa nunca fue la gracia del relato.

Kawhi Leonard

Los R.E.M. fueron incluidos en el salón de la fama de los compositores y por eso los entrevistó Anthony Mason (un hombre impresionantemente parecido a Mariano Grondona). Le doy play aún no sé por qué (me gustan pero no es una banda en la que piense demasiado) y ante una de las primeras preguntas (¿Qué fue lo que los llevó a querer escribir canciones?) los cuatro miembros responden algo distinto: Beatles, punk rock, la certeza de no poder hacer covers toda la vida y el último, en lugar de cerrar redondo, construye: “nuestras primeras canciones no eran buenas, a los seis meses empezamos a encontrar cierta estructura y nos dimos cuenta que estábamos teniendo una identidad propia”.

Una de las particularidades de estos tipos es que los cuatro escriben. Sabían que no querían llegar a tener que lidiar con cuestiones como quién se divide cada tarea y pactaron algo así como una cooperativa autoral. Los cuarenta minutos del encuentro son suficientes para observarlos y disfrutar de sus cavilaciones, el humor del cariño y conocer el desglose de su proceso compositivo, que dista mucho de las típicas declaraciones mágicas que enuncian los productores de moda sobre “hacer palos” como charcuteros musicales.

Para darse cuenta del posible impacto de un tema muchas veces es necesario tocarlo en vivo, sentir el clima que se genera, cuentan. El bajista Mike Mills y Ale Sergi coinciden en algo: el contexto de los amigos fuera del estudio puede ser la clave para saber si efectivamente se ha grabado una canción grande.

Michael Stipe amplía y sigue repasando la mesada de la razón, todo el tiempo habla despojado de conceptos místicos: “nuestras canciones a veces necesitan ser escuchadas unas diez veces antes de que a la gente se les pegue una melodía o se despierten cantándola”. Buck, el guitarrista, maximiza la actitud del cantante:

“No miro tele ni las noticias, cuando la gente me dice tal es la mejor canción que hicieron no sé ni de cuál me hablan. Entro a YouTube y digo ah, es buena, pero para mí una vez que está hecha la mezcla final de sonido ya está.

¿Y eso por qué?

Porque hay que hacer más canciones.”

Lo clásico parece pedir en el relato una explicación epifánica, trascendental, o en la otra punta, absurdamente inexplicable, como el sueño de “Yesterday”. Es como si conseguir crear algo reconocible por gran parte del mundo tuviese que romper la lógica productiva. R.E.M. empezó a tocar en el ’79 y por más plata que haya, prefieren que las canciones suyas hoy se toquen en una juntada, si pinta, como pintó usar mandolina en “Losing my religion” y hoy Buck no tenga la menor idea de cómo hacerlo. Cuatro hombres mayores hablando de ser amigos en el lugar donde grabaron por más de 40 años es muy tierno. Su espacio no tiene humedad, pero tampoco se ve muy lujoso, me gusta la lámpara de mono que ilumina con luz cálida. Es esa misma sensación que circula en el video y se me instala con facilidad por el pañuelito de Stipe y el recuerdo de su aparición en Los Simpsons, la primera vez que escuché la palabra requesón (aka queso cottage). En uno de sus últimos discos, el Around the sun de 2004 (se separaron en 2011) el cantante condicionó la performance del vivo a partir de una canción, “Electron blue”. Para eso salía al escenario maquillado con una franja azul metalizada a juego con sus ojos, se veía como un antifaz de pintura exactamente del mismo tono de mi esmalte preferido (“Johnny B. Good”, según Rimmel). El tema se escribió a partir de un sueño que tenía con una droga hecha de luz. Puede ser obvio, pero el asombro viene del lado de la estridencia que ofrece su versión en vivo. Los colores reflejan y Michael Stipe destila brillo, un brillo capaz de contener penumbras. Además saca fotos desde muy joven (tal vez el único afortunado que pudo registrar las manos de Kurt Cobain), ha publicado varios libros con su obra y con el título del último mantiene inalterada su habilidad de cantautor: Even the birds gave pause.

Michael Stipe

Fui a ver las cuatro obras que estrenó Lucía Seles. Pensar en Seles es una aventura siempre infinita, como sus fragments. Podríamos decir que Seles, o Selena Prat, tiene trastocada la pasión. Pero en realidad esto es idiota, nadie puede decirnos en dónde ubicar nuestros énfasis sentimentales. Es tan intensa al entregar emociones de base que cuando se expresa sobre cuestiones decisivas del corazón una está desubicada en el registro porque, ¿qué sentir ante un “ya no estoy enamorada de mí misma”? o “¿no hay que querer nunca como te quieren los demás?”

Jugadora de toda la cancha, saltando en éxtasis ante la belleza de un colectivo de larga distancia, de espaldas al público o arrojada sobre el suelo del Arthaus Central, la vemos entregarse a un mundo codificado por la manía. Al sentarse revela el dorso de su calzado, el felino de la suela de la zapatilla parece un pitucón para la planta del pie. Revestimientos infantiles para una sensibilidad sin edad. Guardiana de la soledad, sus puestas teatrales, así como sus películas, pueden apreciarse como una antología de cuidados, ante un pasado de faltas, llega un punto donde la protección personal se vuelve ley.

+privacy pretty es una nueva porción de su mundo presentado en cuatro actos, sin otra continuidad más que el arbitrio de sus cuadernos. Es palpable el apego por lo bidimensional ante un desamparo concreto, donde lo real es eso que no existe. Pactar con Seles es la única medida de apreciarla, si no te subís al transe puede resultar un castigo (en el intervalo saludo a un conocido que huye por eso mismo).

El extra que nos dan sus obras es contundente: verla henchida de satisfacción cuando sus palabras cobran cuerpo en el decir de sus actores, inflada como un dúo de campers en un patio de Caleta Olivia en junio. “Los folios son como campers de los objetos”, se dice en cierto momento. Una vez más el abrigo contenedor, una capa que remite a la sobreprotección y también a conspiraciones. Las direcciones que toma el humor no son tan estrictas como la reiteración del equipo de dramaturgia que trabaja con ella, quizás porque ser una romántica 24/7 tiene esos bemoles. Pero hay varios momentos donde reírse. Referirse a mudarse como The Muds y hablar de hacer una mudanza a lo Chet Baker mientras se desembala un conjunto de esmaltes y sobres de edulcorante, es simplemente maravilloso. Sonrío cuando días más tarde, viendo ese peliculón de The Beast, a la protagonista la llaman para preguntarle por la contraseña de la alarma de su casa y responde: white jazz. Ante su más reciente tatuaje de bondi la imagino junto a la persona más alejada espiritualmente de su mente pero con quien coincide en la idea del dibujo (ella sin línea, él con el más que sugerente 76): El Doctor.

Se dice mucho “es una experiencia”, cuando no se tiene ganas de tratar de analizar lo que se vivió, una forma evasiva que suele revelar la falta de entendimiento, algo que para mí abona a la retórica de la vagancia (y a la vez creo que disfrutar algo sin entenderlo también es posible y válido). Pero Lucía se ofendería muchísimo si se refirieran a su obra como una experiencia.

Recomendaciones:

Este ensayo de Elisa Gabbert que parte de su acrofobia pero acaba reflexionando sobre el miedo como una forma de placer, su experiencia a través de las películas de terror y la figura del juego, a partir del cual podemos ponernos reglas porque sabemos que las dificultades que en él aparezcan nunca serán igualables a las de la realidad.

Esta entrevista al director español Albert Serra por sus nociones sobre el nacionalismo, el rechazo a la condición cosmopolita y las inquietudes que lo llevaron a estar filmando un documental sobre la tauromaquia.

El podcast ERA Magazine sobre propiedad intelectual. A simple leída puede parecer aburrida la temática, pero en los episodios que escuché siempre aprendí cosas, como la tramoya que hace la yuta en Estados Unidos cuando quiere reprimir sin correr riesgo de ser atrapados: si algún manifestante quiere grabar, al toque ellos reproducen desde sus celulares canciones de Disney que son las que con mayor facilidad identifica YouTube por infracciones de copyright. En este capítulo entrevistan a Sergio Picón, responsable de Aloud Music, un sello discográfico que trabaja con tratos que asombrosamente favorecen al artista. Pero la charla avanza también a los modelos de negocio en la industria, la cruel manera con la que marcas como Primavera Sound captan a jóvenes no sólo desde el pago deficiente, sino también con la falsa promesa de hacerles creer parte de un cambio transformador.

El texto de Tania López García sobre la obsesión de David Hockney con las piletas, que ya vale la pena por el hecho de imaginarlo intentando descular cómo hacer para pintar el agua y descubriendo la ayuda del reflejo del sol y sus “líneas de baile”.

Este breve intercambio entre Alejandro Duchini y María Moreno, a propósito de la reedición de esa obra maestra que es Vida de vivos.

Los simpáticos nerds de música electrónica Matmos tomaron un tuit sobre un género inexistente e intentaron (re)crearlo. ¿A qué suena un estilo denominado “hit em” que llega a 212 BPM? Quien sueña también imaginó que duerme en una tumba cubierta con slime. El resultado, tal cual describe en la nota, va de lo inspirador a lo insoportable, pero siempre se celebran estas movidas colectivas que están cada vez más extintas en internet.

La humedad es un tema recurrente en este Triste y Tropical porque vivo en un lugar que está siendo invadido por ella. La proliferación de manchas me provocan una sensación de asfixia sólo comparable con uno de mis cuentos favoritos: El observador de caracoles, que es de Patricia Highsmith pero si quieren escucharlo leído por mí, está colgado en Soundcloud.

El querido Santi Cembrano escribió en Passion of the weiss para la sección The Rap Up, que ahora tendrá su entrega sobre música en español. Entre sus candidatos eligió dos discos argentinos: el Piola Vago de Dolly Flackko y Emirsito (uno de mis favoritos 2024, por lejos) y Spinettaje Intenso, de Mir Nicolás. Felicitaciones Santi.

El newsletter Cadence Weapon que dedica una de sus últimas ediciones a BRAT y festeja pero también lamenta toda la pantomima marketinera que hoy hace falta para que se le preste atención a un disco tan excelente que debería generar interés por su “solo” sonido.

Lucía Seles, foto de mi control horario de auto-sometida total

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