Triste y Tropical #40

Camila Caamaño
16 min readMay 29, 2024

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Todo era por ser fuego.

“Uso la palabra travesti porque es más pictórica, más salvaje, menos médica, menos complaciente. Suena a lumpen, a peligro, a furtiva, a una estrella del music hall. ¿Quién quiere ser una caja cuando puedes ser miles?”

Roberta Marrero, poema collage 2021.

Un chabón abriga a su novia con una manta en la calle. Ella iba a hacerlo a las apuradas y él la detiene. La mira con tanto amor que realmente debe sentir que su técnica de abrigo es superadora. Es realmente imposible que estas oraciones no se lean como una romantización de la pobreza cuando yo las tipeo desde mi casa enfundada en una frazada después de cenar y esa manta sea posiblemente su único reparo. La culpa no se borra por más que deje de escribir.

Cindy Lee se desloma sobre lo obsoleto, como Radiohead y como este newsletter. Sube un disco de dos horas que sólo está disponible en YouTube. Para quienes deseen contribuir a su obra, pueden aportar treinta pesos canadienses a través de GeoCities. Yorke y compañía subieron In Rainbows en 2007 con un aporte voluntario en el cual la mayoría nos cagamos. En ese momento se decía que Trent Reznor había aportado cinco mil dólares. “I’m attracted to people doing the opposite of whatever seems to be working right now”, y yo asiento con la cabeza al texto de donde saqué esta data, el de Jason Stewart.

Voy caminando hacia uno de mis trabajos por un barrio bien barrio, en veinte cuadras los eslabones de casas sólo se interrumpen por una escuela, un kiosco (que queda enfrente de esa escuela y subsiste seguramente por los pebetes afuera y adentro de la heladera) y un café de especialidad al que cuesta encontrarle el nombre. La idea de huirle al branding me hace pensar que la zona resiste al modelo.

Un hombre abre el baúl de su auto para que le carguen bidones vacíos, mientras escucha las instrucciones que lo llevarán al sitio donde llenarlos. “Estaré acá tocando las diez”, dice. Nunca había escuchado esa expresión. Alrededor de, tipo, a eso de las , cerca de. ¿Tocando? Me parece fascinante, con lo incognoscible que resulta el tiempo este hombre ambiciona con tocarlo. Un verdadero soñador al que le apesta el auto a nafta.

Un pibe pasa en bici con un parlante en el que suena “Creep”. Radiohead es la última banda que me imaginaría salir de un parlante. Más impresionante es que esta sea la segunda vez que cito a Radiohead en el 2024.

Me conmuevo con un gesto de alguien que apenas conozco. No termino de darme cuenta si estoy particularmente sensible o mis emociones improvisan espacios donde expresarse.

Lo que para muchos puede funcionar como un argumento irrefutable para acercarse a una persona conocida, para mí es motivo de renuncia. Me refiero a la fama, la trascendencia visual, el suplemento dietario de los medios masivos, esa variable que te hace “ser alguien”. Desde que la visibilidad se volvió un valor todo se convirtió en un lugar más sombrío y quienes aún creemos en el peso de la palabra escrita seguimos caminando aunque sin dificultad nos borren las marcas de nuestros pasos. Que todas esas horas que pasaste eligiendo la mejor manera de describir un gesto, de evitar rimas, resistirte a la metáfora barroca, se pulvericen por quince segundos de un clip absurdo y tendencioso.

Estuve cerca de bastante gente conocida, ya sea por trabajo o casualidad. Jamás se me cruzaría por la cabeza pedir una foto o, si no estoy haciendo una entrevista, saludarlos. Me recuerdo esto mientras espero que llegue mi entrevistado en un lugar que muchos mencionarían como “histórico”, donde hay potenciales piezas de museo. Entrevisto gente porque quiero que me ayuden a ampliar secuencias para contar una historia, no me interesa que se enteren que estuvimos en el mismo lugar. No quiero la imagen patética señalando a la celebridad como si ser testigo presencial certificase un título. Tolero la fama de les artistes que consumo porque la tomo como una consecuencia de, pero apenas veo que ser conocidos es el verdadero objetivo me alejo lo más que puedo. Ni hablar de aquellas personas que no tienen interés alguno más que pegarla e intentan vampirizar a los que tienen al lado que — no por nada — suelen ser personas que sí producen.

La gente emocionada antes y después del recital de Pavement duró días, lo cual me lleva a pensar sobre mi modesta y pasada relación con el rock. Mi casa familiar no fue particularmente rockera, de hecho. Madre fan de Charly y Serrat — como la mayoría de las mamás de su generación -, padre diverso, pero con acentos en Queen, Pappo y el blues, hermana más diversa aún. Con un consumo arrollador de música en su adolescencia, su paso por el rock nacional fue más que efímero. La tangente voló hacia lo en ese entonces denominado alterno. No me interpelan obras que se suponen trascendentales para el país. Alguien diría que entonces soy menos argentina pero yo respondo que la identidad nacional es saberse atravesada por las contradicciones. A Clics Modernos lo puse en una caminata de cuarentena, cuando todo se expandía menos las expectativas. Tengo ese recuerdo como uno de los últimos resquicios de satisfacción en el final de la pandemia. Me enloquece cuando pongo un álbum para “descubrir” y me encuentro con que ya estaba alojado en mi cabeza. ¿Otro disco increíble con el que hice el mismo hallazgo? El de Gilda.

Cada día creo menos en lo sagrado. No tengo ganas de volver a escuchar el disco del momento que ha todos ha dejado de una pieza. Conozco sus motivos, necesito estar en otro lado. Hace muchos años que no tengo torta de cumpleaños, pero hace bastante pienso en que esta vez tengo girando dos deseos muy fuertes, por momentos me queman la cabeza, por momentos son esos mismos deseos los que me mueven a seguir activa.

Leo que se mató Roberta Marrero. El día que los medios escriban sin vueltas que alguien ha decidido terminar con su vida (perdón el eufemismo Roberta, es sólo un recurso para no repetir tanto la palabra que justifica este parrafo), los suicidados se lo agradecerán, estoy segura. Me entero por una nota (creo que no conozco a nadie que sepa quien fue) scrolleando, el título dice “muere Roberta Marrero” y en la bajada parte de lo que escribió en la nota de despedida. Si hay nota de despedida, es suicidio. Las personas mueren, pero también se matan. Los suicidios antes se contaban: el horno de Plath, el mar de Alfonsina, el río y las piedras de Woolf, revisten la personalidad de sus consentidos. Roberta Marrero fue una ilustradora, poeta y autora trans española que decidió formar parte del 41% de personas que no bancan más este mundo que las excluye sistemáticamente. No me gusta pensar en frases como coquetear con la muerte, si es que no hay una seducción de ambas partes, no existe tal cosa: la muerte se entrega sola, más allá de la potencia de nuestros encantos. Lo que sí tuvo Roberta fue una familiarización con la muerte desde chica. Cercana a su tía sepulturera, tuvo los ataúdes, cementerios y mortajas bien frecuentes en su glosario infantil que, lejos de espantarla, la atrayeron. Amante de lo gótico, el terror y los espíritus, Marrero armó un fuerte de referencias en las cuales proyectarse y sobrevivir ante unos padres que negaron su existencia hasta el final de sus días (chantaje emocional es el nombre con el que describe la vez que la obligaron a cortarse el pelo — en ese momento, uno de los únicos recursos con los que contaba para asirse de femineidad — para que su madre la vea antes de morirse).

El bebé verde, su libro ilustrado y por el cual la conocí, lo compré en 2018. Recorrí en un viaje varias comiquerías para conseguirlo, pero me acuerdo particularmente cuando una chica se lamentó con sinceridad no tenerlo: “no está, pero qué mal, deberíamos, ese libro tiene que estar”.

El año pasado, la autora Alana Portero vino a Argentina a presentar su novela en el CCEBA. Me enteré de casualidad y fui. Su libro fue de lo mejor que leí en 2023. Ella también es trans y su libro, además de una exploración sin ojo de víctima ni golpe bajo, una aventura recomendada. La portada fue justamente hecha por su amiga, Roberta. Se lo mencioné a una de las organizadoras del evento y le interesó la idea de invitarla pronto.

Dice Alana en La mala costumbre:

“Si Eugenia a solas era medusa, las tres juntas eran las Moiras. Adoraba verlas tejer su hilo del destino, tan fuertes, tan graciosas, tan sabias. Tenían esa forma de discutir que contaba una historia de fidelidad inquebrantable, cuantas más barbaridades se decían, más quedaba claro que matarían las unas por las otras. Eugenia siempre llevaba en el bolso un jarabe para la tos porque a Cartier le fallaban los pulmones por una infancia desnutrida, muchos inviernos en la calle y demasiado tabaco. Anda, napa vieja, tómate el jarabe, que nos vas a poner la merienda como sigas tosiendo, le decía. Y se lo daba ella misma con la cucharita de plástico que incluía el envase. Con la costumbre, en alguno de nuestros encuentros, Eugenia llegó a pedirme que le hiciera la coleta, me sentía como una camarera de la virgen Macarena, no era poca cosa montarle la coleta a la moraita, si las botas eran su cetro de mando, la coleta alta era su corona. Una vez que me dejó tocarle el pelo supe que me había ganado su confianza para siempre. La peinaba en los bares, aprendí a hacerlo con bastante habilidad, mientras le manejaba el pelo nos mirábamos a través del espejo y nos contábamos lo que tocase aquel día. Peinar a la reina travesti era un acto de reverencia y de amor. Con las hebras de su cabello entre las manos me imaginaba un pasado en el que mi madre me trenzaba el pelo o me lo recogía. Me parecía que cuando las madres peinaban a las hijas se transmitía un amor intangible y una belleza sin palabras que no podía darse de otra forma. Como una prenda tejida por dedos torcidos de abuela lleva consigo la fragancia del tiempo y de los cuidados”.

A partir del triple lesbicidio de Barracas pienso en la primera lesbiana que conocí: mi hermana. Una persona que no tuvo closet (y eso no quiere decir que no hayan ejercido violencia contra ella, afuera y adentro de casa). Habernos criado juntas hizo que por un largo tiempo crea que vivir de esa manera (tan despojada de todo criterio impuesto socialmente) fuese la norma, ilusa de mí. Si bien en los ’90 (cuando crecí) no tenía bien en claro lo que era ser lesbiana, mi hermana siempre estaba con chicas, su amigo de la adolescencia era una marica que quise como mi segundo hermano, pasaron por el departamento travas de paseo, definitivamente mi hermana es lesbiana pero antes todo de identidad nómada. Tenemos un chiste recurrente (entre tantos que se suman al lenguaje propio que inventamos durante nuestra infancia y al que solo damos acceso a quienes lo merecen) con decirnos “no tenés moral”, cuando nos cagamos de risa ante lo establecido, a los lugares comunes de la cultura, a desearle los insultos más creativos al momentáneo ídolo de masas. No tiene moral quien se caga en todo a fin de perseguir su deseo también, si la existencia de las lesbianas está en juego (nunca dejó de estarlo) la moral no tiene causa, y hoy ese chiste se vuelve el mejor de los halagos. Es curioso pensar en palabras, cada vez pienso más en la función de las palabras que repetimos y en la forma en que los discursos contemporáneos se apropian de lo deseable, como la libertad. Macri se había hurtado el color amarillo, en retrospectiva no era tan grave el lamento. Pero la libertad hace mucho que perdió el sentido. Cuando se conoció el crimen, la foto que recuerdo es la de la mesa que usaban Pamela, Susana, Andrea y Sofía (la única sobreviviente). Quien es para mí la mejor teórica sobre fotoperiodismo del país, Cora Gamarnik, la subió con la descripción de todas sus pertenencias. La foto es de Jose Nico, y se sacó para ilustrar la nota que Euge Murillo y Marta Dillon hicieron para Las 12, de las únicas coberturas sobre el caso.

Cuando una actriz de teatro me gusta mucho la persigo. No en plan stalker, sino que me apego a su carrera y la voy siguiendo en las obras que sea que haga. Eso me pasó con dos actrices. Después de verlas por separado (a la primera en Suavecita, a la segunda en Las cuerdas), descubrí que Camila Peralta y Fiamma Carranza Macchi estaban actuando juntas (y con Carolina Kopelioff) en Un tiro cada uno, la obra de Consuelo Iturraspe y Laura Sbdar. La sala superior de Dumont 4040 y su piso de madera hacen un esfuerzo desmedido por perpetuar la verosimilitud de una cancha de básquet. A Consuelo la sigo desde Cemento y esto no es una frase hecha, así se llama otra obra suya que le guardo gran recuerdo, de los tantos programas que se enciman en mi heladera. Ningún chabón tiene por lo general demasiado reparo en interpretar a una mujer. Piensan que es un papel más, creen que con una peluca cualquiera ya tienen lo que hace falta para ser graciosos — o peor aún: que hombre cis con peluca random ya se convierte en un género de comedia propio -. Pocos momentos tan bochornosos en el teatro viví como viendo a Benjamín Vicuña haciendo de la Evita de Copi. Un chongo gritando no es actuar bien, no vamos a distraernos en la geometría de tu cuerpo como consuelo, esto no pasa por cómo te queda el vestido, corazón.

Pienso en mujeres haciendo de chabones y es apabullante el nivel. Desde la parodia de Charo López haciendo de Minguito, o el Carli de Pilar Gamboa en Petróleo o el elenco completo que labura en este texto. Tres amigos juegan al básquet y desenfundan los aspectos más típicos de los varones. El rechazo a la homosexualidad — la fobia que los hace tirarse con chistes temerarios — la competencia de su hombría (en base a su performance sexual), son torpes, brutos, y sobre todo: bien chabones. Hay una decisión autoral que se vuelve impresionante y tiene que ver con la manera en que se nos muestran a esta banda de amigos: están con ropa deportiva pero fuera de eso no hay otro recurso cosmético que ayude a la ficción. No hay barba, bigote o bulto. De hecho, en una de las escenas, Camila se cambia la musculosa y se queda en tetas. Son las voces agravadas y la construcción de cada uno de los personajes los que elaboran la ilusión de estar frente a tres tipos. Y no hay ninguna duda de que esos tipos están dispuestos a todo. Su violencia es rabiosa, como si de un juego de ritmo se tratase, el atropello de sus movimientos — y ese imán que los amontona como productos en promoción fuera de temporada — compite con el paso coreográfico que hacen las pelotas, en cada pique una línea de diálogo que aprieta, cada tiro un marca, cada anotación una herida que supura. El deporte, esa otra actividad que sirve de desfile para las masculinidades en potencia, es el contexto que esta obra elige para exponerse, una historia que cobra disciplina sólo para el arrebato, un espacio donde lastimar sí tiene su turno. ¿Estamos mirando mujeres hacer de varones? ¿Son ya los personajes más enormes que sus actrices? El golpe sucede, es progresivo y musical, a pesar de que la obra no tiene banda sonora. Pero el silencio no se cubre sólo con palabras, toda la artillería gestual varonil se repliega a la hora señalada: mocos, eructos, tics, risas, como ecos de la complicidad tácita al género, engordan el tono de Un tiro cada uno. Y ese fuera de campo desgarrador en donde a veces es más fuerte imaginarlo que estar viéndolo suceder. Somos testigos del como si. Aviso: hoy, miércoles 29, es la última función. Si pueden, vayan.

Vi tantas obras que por momentos creo estar entrenada lo suficiente como para darme cuenta si va a estar buena con ver una de las fotos de prensa. Claro que me puedo equivocar, pero hay algo ahí (qué asco Rebord, cómo me jode cuando algo mainstream se apodera de una expresión que uso en el cotidiano).

“Cantar sin música es como rezar”, dicen en un momento de La vida animal, de Julián Rodríguez Rona. ¿Y bailar sin música? ¿Qué tipo de ceremonia pagana es? Los cuerpos pueden ser muy poco discretos, pero igual me encanta notar cuando un actor es además bailarín por sus formas. A uno de los actores que está en el escenario lo veo por tercera vez. Sus pantorrillas parecen accidentes geográficos por lo tensas que están. Ya lo vi bailar completamente desnudo, no necesito más pistas, entrena como una bestia. En una escena imitan pájaros, y la forma en que él se mete en plan ave es brutalmente superior al resto del elenco. Se conoce demasiado para poder jugar con sus propios límites (me refiero a Juan Francisco Lopez Bubica). Esta obra puede verse los sábados a las 22 en El Portón de Sánchez.

Hay varias butacas sin ocupar. Cada vez que me pasa esto me pongo triste. Pienso en que lo último que hizo Rosario Bléfari en teatro fue Reinos, de Romina Paula, Agostina Muñoz y Margarita Molfino. La sala estaba casi vacía en su última función. Fue una de las primeras cosas que pensé cuando murió, me puso muy mal pensar que esa haya sido una de sus despedidas del arte. Sé que no era precisamente alguien a quien le importen los números, pero merecía mucho más. La obra era hermosa, estaba su amiga Susana Pampín y hacían música con instrumentos rarísimos.

Recomendaciones:

El texto de Ignacio Sánchez Mestre sobre Monsters Inc. entre sus películas favoritas que esperaba ver con sus hijos y en donde traza una analogía con la actualidad política sin sacrificar ternura.

Parte de la banda sonora de la tetralogía inconclusa de Lucía Seles que se acaba de subir a Bandcamp, a cargo de Luiza.

La nota de Natalí Schejtman a Graciela Montes, porque para muches niñes de mi generación, Montes fue parte de la cofradía de la lectura infantojuvenil (con Graciela Cabal, Ana María Shua y Elsa Bornemann, en mi caso).

El newsletter de Zack O’Malley. Cuando muere su padre (el escritor Dan Greenburg) descubre que los obituarios son una oportunidad de negocio para quienes capitalizan la IA y la zona gris de los derechos de autor, con los que terminan por editar falsos libros póstumos.

México tiene una gran cultura de cineclubes. Maximiliano Torres entrevistó a Jesús Torres, programador de cine y productor cultural, sobre la historia de estos encuentros como un acto de resistencia y el valor del sentido de comunidad. El podcast aquí.

Sin ser del todo baitero con su título, este texto de Elle Griffin hace un repaso exhaustivo por la actualidad del mercado editorial en el mundo, cómo es más que complejo vender muchos ejemplares, la manera en que se mueve el flujo de los adelantos, la concentración de las grandes firmas y el hecho de que ser una personalidad pública no te garantiza el éxito de ventas.

Matías Aguayo tocó hace unos días en Buenos Aires y Eric Olsen le hizo una nota encantadora donde reúne sus recuerdos favoritos en la pista.

Lo que escribió Miranda Reinert sobre Chappell Roan, que a propósito de la salida de su Tiny Desk (hacía años que no disfrutaba uno de esos formatos desdeñosos) cuestiona a la nueva (y no tanto) dinámica en la que las discográficas firman con artistas a partir de un tema viral en Tik Tok y luego no les brindan las herramientas necesarias para empezar a construir una carrera.

El newsletter de Facundo Cabral, Las fuerzas del suelo.

La intervención de Feda Baeza en la Comisión de Cultura de Diputados para recordar la importancia de la cultura y por qué la ultraderecha ataca ese sector como una forma más de buscar el disciplinamiento de los cuerpos.

El podcast No Tags donde participó de invitado Simon Reynolds para hablar de su nuevo libro Futuromaniac (algo bueno para seguirles el hilo si no son bilingües es que la entrevista está transcrita). Me gusta cuando reflexiona: “But I think there’s still sort of a futurism going on, especially these online micro genres with crazy names that are annoying to type”, porque lo siento como un guiño a los Swaggerboyz.

El newsletter Desprolijo, de Sebas Chávez.

El Viña Rock es un festival que se celebra en la ciudad española de Albacete a principios de mayo. Para esta edición se promocionó la invitación a una orgía y los medios enloquecieron. Para contrarrestar a la prensa jurásica, uno de sus organizadores se plantó frente a ellos describiendo las implicancias de que el sexo siga siendo tabú. La lucidez de Barek es una patada en la cara a quienes se espantan por el famoso flyer y ven una correlación en su apariencia. Bien arriba esa cresta, capo.

Mi debilidad por la gente sensible sigue intacta, esta vez rescaté:

El instagram de Josefina Cattaneo, una monja que hace ping pong de preguntas con sus hermanas y tiene una capacidad para crear memes que envidiarían más de un blasfemo (¿el de las camperas con un tema de María Becerra?).

El bordado de la mamá de Daniel Hendler.

La foto que tomó Martin Salter a un hombre en la costa de Dorset, en Inglaterra. Por la mirada relajada, el brillo de una mañana en ciernes y la conclusión que saca sobre el modo en que se le pide permiso a un extraño para retratarlo.

No voy a reseñarlos porque esto tiene que terminar en algún momento, pero dejo los cuatro discos que más estuve escuchando.

Juan López — CULIADO

Lo entrevisté para el NO, la nota acá.

Daga Voladora — Los Manantiales

Gracias Rixi querido por traerme estos universos fantásticos a la distancia.

Doly Flackko, Emirsito — PIOLA VAGO

¿Cómo se hace para transmitir el desamparo climático de la Patagonia? Ni idea, pero al dolyflackkohijodeputa le sale.

Alejandro Paz — Llamarada

Este aún no salió, pero créanme que es precioso (a la altura del corte que ya adelantó con Juliana Gattas).

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